Ella no le preguntaba nada; no pensaba siquiera por donde había entrado y cómo había penetrado en el jardín. ¡Le parecía ya tan sencillo de que estuviera allí!
De vez en cuando, la rodilla de él rozaba la rodilla de ella y ambos se estremecían.
A intervalos, ella tartamudeaba una palabra. Su alma temblaba en sus labios como una gota de roció sobre una flor.
Poco a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La noche era serena y expendida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como espíritus, se lo dijeron todo, sus sueños, sus felicidades, sus éxtasis, sus quimeras, sus debilidades; como se habían adorado desde lejos, como se habían deseado y su desesperación, como se habían deseado, y su desesperación cuando cesaron de verse. Se entregaron a una intimidad ideal, que nada podía aumentar, descubriendo lo que tenían más oculto y misterioso. Se controlaron con una fe cándida en sus ilusiones todo lo que el amor, la juventud y el resto de infancia que tenían, les hacían pensar. Aquellos dos corazones se vertieron uno en el otro, de modo que al cabo de una hora él tenía el alma de ella y ella el alma de él. Se penetraron, se encantaron, se deslumbraron. Cuando hubieron terminado dicho todo, ella reposó su cabeza en el hombro de él y le preguntó:
-¿Cómo os llamáis?
-Yo me llamo Marius -dijo-. ¿Y vos?
-Yo me llamo Cosette.
No hay comentarios:
Publicar un comentario